Gracias


 
 He tenido la suerte de poder volver de nuevo a Mamma Koko y de llenarme de todo el cariño y el amor de las personas que forman el orfanato, en especial de las más pequeñas, de las que sólo tienen eso que ofrecerte... Otra vez he podido experimentar que estamos llamados al amor y al servicio, que la donación al otro nos hace más humanos, que el dejar de pensar en uno mismo es casi una liberación. Y es que es posible que el ego y la soberbia sean unos de los grandes carceleros que encadenan nuestra alma al vacío. Y que la humildad y la entrega desinteresada, los grandes rescatadores de nuestra esencia que se realiza mirando al otro.
      Lo contrario de amar, es utilizar, y utilizar es despersonalizar. Es despojar al ser humano al que se utiliza de su dignidad, y también a nosotros de la nuestra, porque el amor nos dignifica, y lo contrario nos anula. A veces no somos conscientes de lo que idolatramos, de que despersonalizamos, de que utilizamos, de que damos muchas vueltas a lo que nos ofende o nos duele y no somos capaces de agradecer lo recibido. A veces amar no nos interesa, porque el que ama da la vida, y sufre... Pero cuando eso pasa, nos estamos perdiendo la vocación que tenemos, el sentido de nuestra vida, y lo cambiamos por algo mediocre.  Es difícil amar de verdad... de hecho creo que solo Dios persevera siempre en el amor... los hombres fallamos... Pero con Él, tenemos su gracia para empezar de nuevo...

     Cuando llegué al orfanato y algunos niños me vieron, fueron corriendo a la habitación de los niños con discapacidad. Y también al cuarto donde se guardan los carritos. Sonreí de corazón. Empezaron a saludar a los niños inmóviles en las cunitas, a bailarles, a cantarles... Me pedían que cogiera la guitarra para cantar allí todos juntos. Y eso hice. Qué alegría más grande provocada por algo tan sencillo... Todos querían formar parte del paseo posterior con las sillas de ruedas... Qué poco necesita nuestro corazón para rebosar de ternura... Por supuesto cuando pasamos por la Maison Foyer, los niños más grandes también se quisieron sumar y ser ellos quienes llevasen la silla. Por eso tuvimos que hacer turnos. Por el camino cantábamos y reíamos... Al pequeño al que se le paseaba se le olvidaba por un momento su situación y reía a carcajadas, se había convertido en el centro y todos los demás querían servirle. Al  niño que llevaba la silla, se le olvidaban otros posibles problemas, porque ahora estaba centrado en ayudar al pequeño. Los que nos acompañaban también reían y cantaban... En este momento poco más importaba para nadie... Yo tampoco tenía tiempo de pensar en mis cosas, pues estaba pendiente de que el convoy funcionara y nadie se quedara por el camino... Y así, cada uno mirando al otro, pasamos una mañana maravillosa, una de tantas... Y me salió de dentro agradecerlo todo. Lo bueno, lo malo, lo peor... Pues somos afortunados en la medida en la que más amamos de corazón.

M.M



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